Metanoia
Ayer fui al cine, obvio ya lo sabían (seguramente) pero sucedió algo que realmente me hizo cambiar la manera en la que pensaba, sobre un tema en particular. Ya sentado en la peor ubicación, porque tuve que trabajar y llegué derrapando a la función, se sentaron a mi lado un señor de aproximadamente 40 años (al que llamaremos Cleodomiro, me vale, es mi cuento y le pongo el nombre que quiera) y su hija (Camilita), que calculo no tenía más de 9.
La pequeña Camilita se sentó a un lado de su padre, recostada sobre su regazo (cosa que se me hizo de o más tierno); Empezaron los cortos y tenía comentarios en stereo, por un lado mi prima y su novio haciendo comentarios de: “esa nunca la iría a ver” o “mira que buena se ve Jessica Alba” y por el otro lado a Camilita diciendo: “esa cuando va a salir”, “me vas a llevar a ver esa también” y un “oye papá, y no se quema el actor cuando le salen todas esas llamas”.
Finalizaron los avances, comerciales y el acto más estúpido de cada que voy a esa cadena de cines (léase, cuando bajan y suben el telón). Ya en ese momento supuse que iba a obtener el absoluto silencio que solicito cada que voy al cine; pero, porque sin ese pero no habría historia, Camilita empezó a hacer comentarios, preguntas y demás conversaciones sobre la película: “ese ¿quién es?”, “¿por qué ese coche si avanza?” (de esa si le doy el beneficio, porque ni yo entendí), “¿por qué les quieren robar el coche?”, “¿por qué las máquinas matan a todos?” y así un sin fin de preguntas y comentarios que cerraron con broche de oro cuando alzo su melodiosa (porque ya después de una horas de escucharla se volvió melodiosa) voz y dijo: “papito, ¿por qué en el cine nunca hay comerciales?", seguido de un: “y ¿qué pasa si alguien llega tarde y quiere que le regresen?”
Pues si mis queridos lectores (3 o más), mi cacómetro (es como un tacómetro que en lugar de medir las RPM mide el grado de enojo que me está ocasionando una situación o persona en especial) estaba en los niveles más altos al principio; pero entendí que era una pequeña Camilita muy preguntona, y un Cleodomiro muy paciente. Así que no regañé a la niña, ni le dije mi aclamado: “podría mantenerse en silencio, habemos algunos que gustamos de escuchar los diálogos en lugar de solo leerlos” o el “si quería leer, hubiera bajado el guión de internet y le hubiera salido más barato”.
Pero Quack se mantuvo calmado; incluso, estuvo a punto de contestar dos o tres preguntas a Camilita.
El problema vino cuando Cleodomiro tomo su celular, marcó un número y se puso a hablar por teléfono.
Ahí fue cuando mi cacómetro llegó el nivel máximo de tolerancia y dije: “Mire señor, una cosa es tolerar a su niña, que no tiene la culpa de que su papá no le haya enseñado que en el cine la gente quiere ver la película en silencio, pero otra muy diferente es que le tenga que aguantar a usted su llama de celular”. Sin más, Cleodomiro abandonó la sala y la niña me miro con enfado, la mire de regreso y la sabiduría salió de mi boca: “Hola, lo que pasa es que en el cine, la gente guarda silencio y al final hace sus comentarios”. Dirigí mis ojos a la pantalla y continué viendo la película.
Camilita y Cleodomiro no intercambiaron opiniones hasta que finalizó la película. Cleodomiro pidió disculpas por su hija, y le dije que no se preocupara, todos hemos pasado por esa edad.